Da igual dónde estés en Filipinas. Una ciudad grande, una isla diminuta, un mercado local o una calle de tierra con más gallinas que personas. En algún punto del paseo aparece: karaokes. A veces en un bar, a veces en una casa humilde, a veces directamente en mitad de la calle con un altavoz enorme y dos micrófonos compartidos.
Nos pasó en Malapascua, donde vimos uno plantado en pleno mercado local. Y también en Concepción, un pueblo de no más de mil habitantes, donde la gente sacaba los karaokes a la calle como quien saca una mesa para jugar a las cartas. Siempre había alguien cantando. Y, para sorpresa de muchos, bastante bien.
No es casualidad. Ni moda reciente. Ni simple ocio barato. En Filipinas, el karaoke es casi una institución social.
Cantar como forma de comunidad
Filipinas es un país profundamente social. La vida ocurre fuera de casa: en la calle, con los vecinos, con la familia ampliada. El karaoke encaja perfecto en ese modelo porque no es algo individual, es colectivo. No se canta para demostrar talento. Se canta para compartir tiempo.
Los propios filipinos lo explican así: cantar relaja, une y rompe barreras. No importa la edad, el dinero o si conoces bien a la otra persona. Si hay un micrófono, hay conversación… aunque sea cantada. Por eso verás karaokes en cumpleaños, fiestas improvisadas, reuniones familiares o simplemente un martes cualquiera.
¿De dónde viene esta obsesión?
El karaoke llega a Filipinas desde Japón en los años 70 y coincide con una fuerte tradición musical previa: cantar en casa, en la iglesia, en celebraciones comunitarias. El karaoke no sustituye nada, potencia lo que ya existía.
Además, durante décadas, fue una de las formas más accesibles de entretenimiento. Un equipo se compraba una vez y duraba años. No hacía falta pagar entradas, ni desplazarse, ni consumir. Solo electricidad, ganas y vecinos con paciencia.
Entonces, ¿por qué un karaoke antes que arreglar la casa?
Esta es la pregunta que muchos viajeros se hacen. Desde fuera puede chocar ver casas muy humildes con altavoces enormes y micrófonos relucientes. Pero aquí hay un matiz cultural importante: el valor no está solo en lo material, sino en lo compartido.
El karaoke no es un lujo individual, es una inversión social.
Es reunión, desahogo, celebración y pertenencia, todo en uno.En un país donde la vida no siempre es fácil, cantar juntos es una forma barata y efectiva de sentirse bien, aunque sea por un rato. Y eso pesa más que una pared recién pintada.
Después de verlo una y otra vez, el karaoke deja de parecer extraño. Empieza a tener sentido. No es ruido, no es postureo, no es desorden. Es comunidad en estado puro; es gente compartiendo tiempo, emociones y canciones, sin filtros ni escenarios.

Y cuando entiendes eso, el día que paseas por una calle cualquiera y escuchas una balada a todo volumen… ya no molesta. Te paras, sonríes y piensas: vale, esto también es Filipinas.










